El Púlpito de la iglesia

Recuerdo con nostalgia cuando el púlpito de la iglesia era sagrado. Cuando existía el cuidado de no prestarlo para cosas vanas. Cuando quien subía allí, lo hacía con la reverencia y temor de Aarón cuando entraba al Santuario. No por el púlpito en sí, como mobiliario del templo, sino por lo que representa en el lugar de reunión de los hijos de Dios.

Hoy me asombra y entristece la ligereza con la que  líderes de muchas iglesias, pensando en sus intereses, convocan a los hermanos para que presten sus oídos a algún político quien desde el altar intentará con falsas promesas ganar el voto de los hermanos, o a un vendedor de negocios de pirámide quien vende sueños de multiplicarles el dinero a los hermanitos quienes usualmente son arruinados por esos fraudes. ¡Esto no puede ser hermanos!

El templo, aunque no es la iglesia, es un lugar sagrado. Dedicado a cosas espirituales y no a lo profano. Debemos recordar que aunque Dios mora en el corazón de cada uno de sus hijos, el templo es usado por Él de un modo especial. Un lugar separado para adorar al Señor, predicar un tesoro que el mundo no tiene, hablar de lo eterno en oposición a lo que perece. ¿Cómo vamos a permitir que hombres impíos implanten sus ideas desde nuestros púlpitos en las mentes y corazones de las ovejas de Cristo?

Esta práctica irreverente puede ser la base para que se cumpla lo que escribió el Apóstol Pablo acerca del anticristo: 

“Nadie  os engañe en ninguna manera; porque no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo  lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios”. (2 Tes. 2:3-4)